CUENTO EN PROCESO


EL SECRETO DEL CHIMENEÓN.

(Cuento en proceso. Iniciado en el curso 2010/11, con la ayuda de mis alumnos de 6º, para fomentar la lectura y escritura de historias).



CAPÍTULO 1. EL ENCUENTRO.

 Manolo abrió el portón de su casa y sacó sigilosamente la bicicleta, una Orbea tan vieja y oxidada que solo le quedaban las letras “bea”. Las otras letras habían desaparecido antes que él aprendiera a montar. Un pedal no llevaba reposapiés. El farol caía encima del guardabarros delantero. Las varillas de los frenos estaban partidas.
 Manuel tenía que utilizar la suela de su zapatilla para colocarla sobre la rueda trasera y así hacer de freno. Ni que decir tiene, que la suela tenía ya un amplio agujero.
 Vamos que la “bea”, como así la llamaba Manolo, era una señora bicicleta. 
 Cerró el picaporte del portón con mucho cuidado para que no lo oyera su madre, puso un pie sobre el pedal más lustroso, tomó brío y se encaramó sobre lo que quedaba de sillín.
 El culo de los pantalones de Manolo parecía un mapa por la cantidad de piezas y costuras que su madre les había tenido que hacer debido al dichoso sillín.
 Subió calle arriba, giró por el paseo de Calvo Sotelo, tomó la calle D. Quijote y con un frenazo espectacular de zapatilla, paró frente a las vías del tren . 
 Las barreras estaban bajadas porque en ese momento pasaba un tren de mercancías soltando bufidos de humo y vapor de agua. Tuvo que esperar un rato a que pasaran los más de veinte vagones atestados de cerdos que dejaron un perfume embriagador a lo largo de todo el pueblo.
 Manolo, que tenía solución para todo, sacó el pañuelo de los mocos (“moquero” lo llamaba él) del bolsillo, lo plegó en forma de triángulo, lo puso delante de la nariz y se lo anudó a la nuca a modo de forajido del oeste americano.
 Cuando terminó de cruzar el convoy y se levantaron las barreras Manolo, cruzó el paso a nivel y se dirigió al barrio de “la Abisinia”.
 El nombre de Abisinia se lo pusieron los ricos del pueblo. Era el barrio que se había formado más allá de las vías del tren. No se sabe si por lo lejos que quedaba del centro, por la gente que lo habitaba, por su pobreza o por las tres cosas a la vez.
 Lo que sí es cierto, es que Abisinia fue el nombre que los italianos dieron a lo que era y actualmente es Etiopía, allá por el cuerno de África, donde el hambre se escribe con mayúsculas.
 Manolo llegó al barrio de calles llenas de charcos,  pequeñas casas de barro, aceras de piedra, perros y gatos sueltos; a los que asustaba con su timbre de pescozón, como él lo llamaba. Paró delante de una pequeña casa, como todas las demás, llamó a la puerta de madera carcomida y salió de ella un pelirrojo, con la cara llena de pecas y la boca llena de pan con chocolate, más pan que chocolate.
 -Hola Pablo-. -¿Vamos al Chimeneón?- le dijo Manolo.
 -Vamos.- le contestó Pablo, que era de pocas palabras.
 Se metió dentro de su casa, sacó “la muda”; así llamaba Pablo a su bici y se encaminaron al Chimeneón.
 “La muda” era una “BH” que le faltaba la B y como su maestro le dijo que la H no tenía sonido, Pablo que era muy ocurrente le llamó “La muda”.
 “Bea” y “la muda” solo se diferenciaban en que una vivía en el barrio "el casqueral" y la otra en el pobre, pero en lo demás eran muy parecidas. A “la muda” le faltaban varios radios, no tenía farol, ni timbre, ni barra, lo que enfadaba mucho a Pablo porque sus amigos del barrio le decían que tenía una bici de señora. De lo que estaba orgulloso era de que tenía una de las pocas bicis del pueblo con matrícula. 
 Pusieron velocidad a sus bicicletas y se dirigieron hacia el chimeneón. Pasaron al lado de la fábrica de harinas de Manzaneque. Estaban cociendo el pan para el día siguiente. El olor a pan tierno despertó el hambre en Manolo. Ya no se acordaba cuando había comido pan tierno. Su madre lo compraba para toda la semana, así que siempre comía pan de varios días. Era una buena manera de ahorrar. Los dos chavales abrían y cerraban la boca para recoger la mayor cantidad posible de aquel aroma, casi comestible. 
 Un perro furioso, rompió con la merienda imaginaria de los dos muchachos, salió ladrando de una de las casas y se abalanzó sobre “la muda” que empezó a dar bandazos de un lado a otro de la calle hasta estrellarse contra uno de los bordillos. Pablo salió despedido de la bici y quedó tirado en medio de la calle. Manolo paró a “bea”, echó pie a tierra y empezó a tirar piedras sobre el perro que seguía con la boca abierta, los colmillos afilados y la baba saliéndose a borbotones. Una de las piedras rozó las orejas del animal que metió el rabo entre las patas y volvió despavorido, con ladridos lastimeros a su casa. Pablo se incorporaba con un golpe en la frente que por momentos se iba transformando en chichón casi del tamaño de un huevo de codorniz.
 Manolo saco de su bolsillo una moneda de 10 céntimos, él le llamaba una “perra gorda”  y colocándola sobre el chichón de su amigo, la sujetó con el pañuelo y la ató, con toda la fuerza que pudo, al cogote de su amigo. 
Aquel remedio para la hinchazón se lo había visto hacer a su madre en más de alguna ocasión cuando llegaba a casa con una pedrada en la frente. Pablo  seguía acordándose del perro, de la madre del perro y del dueño del perro con voces que le podían oír en todo el barrio.
Cogió del manillar su bicicleta que había quedado maltrecha y a duras penas siguieron el camino. 
Casi medio kilómetro de senda llevarían cuanto observaron el chimenón y las viejas paredes de tierra que lo rodeaban.
.    El chimeneón.

 Llegaron a la entrada cerrada por unas grandes portadas de chapa recia, oxidada y con un montón de bullones. Una gran cadena atravesaba y unía dos grandes agujeros horadados en cada una de las alas de las portadas. La cadena estaba sujeta con un enorme candado.
Las dos partes de las portadas dejaban un espacio lo suficientemente grande como para que los cuerpos de los chavales pudieran pasar de medio lado. 
Dejaron las bicicletas escondidas detrás de unas enormes zarzas.
 Entró primero Manolo y después Pablo que venía quejándose de los distintos golpes que había recibido su cuerpo en la caída.
Conocían aquella antigua alcoholera de haber estado algunas veces más.
 El recinto lo formaban tres o cuatro naves bastante grandes, un gran patio central con una vieja báscula con su caseta para pesar cargas y taras de camiones y al fondo un edificio de ladrillo macizo donde se erguía una gran chimenea del mismo material. Al final de los veinticinco metros de chimenea las cigüeñas habían construido un enorme nido de ramaje, fundamentalmente sarmientos secos.    

Caía la tarde, y en el silencio de los últimos rayos de sol, los dos muchachos pudieron oír los gemidos entrecortados de una chica. Manolo agarró del brazo a su amigo Pablo y colocando el índice de la otra mano sobre sus labios se quedaron paralizados mirándose el uno al otro. Pusieron más oído y volvieron a escuchar los quejidos lastimosos que provenían de una de las naves de la inmensa alcoholera. Empezaron a buscar con rapidez pero a la vez con miedo.

Nunca les había sucedido nada parecido. Miraron en las dos primera naves y no encontraron más que cubas, cuencos grandísimos de madera, mangueras, codos, horcas, palas y un sinfín de trastos más, esparcidos por todo el suelo. La tercera nave, a la que entraron, era más pequeña, y sólo contenía un alambique oxidado y agujereado en una de las esquinas.  Se detuvieron y en el silencio, casi del anochecer, pudieron darse cuenta de qué lugar llegaban los quejidos.
 Pablo se acercó al alambique y metiendo medio cuerpo por el agujero vio una chica. Intentó darle la mano para que saliera pero se llevó un golpe que le hizo retroceder rápidamente, soplándose la mano.
-¡La madre que la parió! –vaya golpe que me ha dao, dijo Pablo con cara de pocos amigos.
 -¡Eh, tú!, -que no queremos hacerte daño- dijo Manolo.
 -Marcharos de aquí y dejarme sola- voceo la chica.
-¿Cómo te llamas?- preguntó Manolo.
 -Y a ti que te importa- le respondió la chica.
 -Yo me llamo Manolo y mi amigo Pablo. Sólo queríamos ayudarte, pero si nos vas a tratar así,  -ahí te quedas-. Los dos amigos hicieron como que se marchaban y al poco se oyó:
 -Me llamo Dolores, pero me llaman Lola-.


CAPÍTULO 2. LOLA



-No me llames dolores
llámame Lola que ese nombre
en tus labios sabe amapola
sabe amapola… - empezó a canturrear el gracioso de Pablo. Una canción que había oído cantar en algún aparato de radio, de una de las vecinas del barrio, en un programa de discos dedicados.

-¡Cállate, so zopenco! –gritó desde el interior del alambique la muchacha.

-Pablo, no seas tontorrón y deja de hacer rabiar a la chica- le ordenó Manolo.

-Y tú, Dolores, Lola, o como te llames -¿quieres salir de ahí ahora mismo o nos marchamos?- le amenazó  Manolo.
La chica sacó la cabeza por el agujero del alambique, miró con desconfianza a los dos muchachos y gateando fue sacando el resto del cuerpo.

Manolo quedó confuso al ver a una chica, casi de su edad.
Morena, con el pelo recogido por unos alfileres metálicos con la caricatura de la ratita presumida.
 Las greñas le caían desordenadamente por su cara. Tiznada por el hollín de la caldera. Un vestido hasta las rodillas, deshilachado y roto cubría su cuerpo adolescente, y sus pies calzados por unas zapatillas sin cordones y deslustradas y calcetines con algún que otro agujero.

Pero lo que más le llamó la atención a los dos chicos, fundamentalmente a Manolo, fue su cara y su mirada.

No era especialmente guapa, pero trasmitía dulzura y desesperanza al mismo tiempo. Mirada triste y a la vez pícara descubrían sus ojos negros. Cejas pobladas y descuidadas que daban sensación de rudeza pero también de ternura y madurez.

-Vamos despierta, que te has quedado lelo- le dijo Pablo a su amigo dándole un empujón.
-¡Se nos van hacer las miles y la vamos a tener!- siguió Pablo.

-¿Te acompañamos a tu casa?- preguntó Manolo.

Elevando los hombros, encogiendo el cuello y con una insinuante mueca de aprecio contestó Lola al ofrecimiento de Manolo.

-¡Buenooo! ¡Ya nos la hemos cargao! A ésta no nos la despegamos ni con lija- dijo como para él Pablo,  sabiendo que lo estaba escuchando su amigo.
-Cállate y vámonos, que como te de un pescozón te voy a sacar carne para un pisto. Listillo, que eres un listillo- le contestó Manolo, molesto porque su amigo hubiese adivinado la sensación que aquella chica le había causado.


Lola, había llegado al pueblo hacía ya casi cinco años. Llegaron junto a otras siete familias mercheras, también les llamaban quinquis, “quincalleros” que se dedicaban a la compa-venta de objetos de metal y al no menos respetable y mañoso oficio de reparar distintos tipos de utensilios caseros.

Lo mismo arreglaban una vasija de barro cuarteada, a la que le ponían unas lañas a lo largo de las grietas, como taponaban de estaño un agujero en un puchero o reparaban la enea de una silla.

No tenían buena reputación dentro de la población a la que llegaban porque se cargaban con todos los problemas de robos, hurtos o peleas que se produjesen.

La familia de Lola ocupó una de las casas, casi derruidas, en las afueras del pueblo, más allá del barrio del campo de fútbol. No tenían luz y el agua tenían que sacarla de un pozo cercano.
La casa contaba con tres habitaciones, una formada por pesebres delante y detrás donde comían  las caballerías, otra dedicada a almacenar paja y pienso y la tercera con salida a la calle era una gran cocina con un inmenso fuego y chimenea y a ambos lados dos “poyos” o bancos de obra que servían para sentarse junto al fuego o como camas cuando llegaba la hora de dormir.

Antonio, su padre, se pasaba la mayor parte del día, sentado en la puerta de la casa, tomando el sol con una vara en una mano y una bota de piel, muy usada, de vino peleón en la otra. Había sido un experto “lañaor” , pero el alcohol lo tenía la mayor parte del día en un estado de somnolencia y cansancio.
 En otro tiempo arreglaba pequeñas tinajas, rotas por algún golpe, aplicándoles lañas o grapas (trozos finos de alambre que unían las dos partes rotas)  y recubriendo la costura con arcilla que el mismo amasaba y aplicaba a la grieta; las dejaba secar y quedaban como nuevas.

Los dos hermanos mayores, se dedicaban a holgazanear por los alrededores a la búsqueda de chatarra, ruedas rotas y conejos despistados a los que daban caza para luego engordar el puchero.

Josefa, la madre, era la única que trabajaba. Salía por la mañana temprano, recorriendo el pueblo, puerta a puerta, preguntando si alguna familia necesitaba de sus servicios. Lo mismo limpiaba casas que vareaba  lana de colchones o sacaba lustre a las vajillas de los más ricos.

 Con estos trabajos sacaba cuatro perras, alimento para el día o alguna ropa para sus hijos.

Lola tenía bastante con atender las exigencias de su padre, enrabietarse con los pellizcos que le propinaban sus dos hermanos mayores, que le dejaban moratones en brazos y piernas, y atender a sus dos hermanos más pequeños; Remedios de cinco años y Arturito de tres.

No podía ir a la escuela. No sabía leer más que los letreros de las tiendas, de los bares y algunas palabras que había encontrado en alguna cartilla vieja y rota que llegó a sus manos una de las veces que fue al chimeneón.

Con atender el puchero, que ponía en la lumbre con cualquier cosa, limpiar a sus hermanos pequeños y rellenar de vez en cuando la bota de su padre, tenía bastante para llegar cansada al anochecer hasta que llegaba su madre con las provisiones para el día siguiente.
Aquella noche, junto a Remedios, no lloró como tantas otras. El encuentro con Manolo y Pablo había supuesto un aliciente en su vida que hasta entonces no tenía. Recordando que el jueves habían quedado otra vez en el chimeneón, se quedó dormida.

CAPÍTULO 3. EL MUSEO "PALOMA".

El jueves, después de salir de la escuela, los dos chavales y sus bicicletas se dirigieron al chimeneón con la incertidumbre de si encontrarían a Lola. Allí estaba, lavada, repeinada y el pelo largo recogido con una goma que le hacía mayor y más interesante, más a Manolo que se quedó mirándola sin saber que decir.
-¿Qué pasa, vamos a entrar o os vais a quedar ahí como dos pasmarotes?- dijo Pablo dando un golpe en la espalda a Manolo y guiñando el ojo a Lola.
Entraron en la alcoholera y empezaron a revisar todos las naves y despendencias más pequeñas por si encontraban cosas de interés. Las naves estaban llenas de trastos viejos, casi inservibles, dispersos y poco atractivos para los dos chicos.
Fue Lola, que sí daba importancia a todos aquellos cachivaches la que tuvo la idea.
-¿Por qué no hacemos un museo con todos estos trastos?.
Los dos muchachos se miraron y sin más explicaciones, se pusieron mano a la obra.
Pablo y Manolo colocaron encima de unos caballetes unos grandes tablones. Mientras tanto, Lola cogió un escobón y empezó a barrer la gran nave. Cuando terminaron de colocar y barrer cogieron agua de un gran barreño que se había llenado con el agua de lluvia y regaron toda la nave.
-Esto ha quedado como la patena, -dijo Pablo.


-Ahora vamos a buscar todo aquello que más nos guste, -dijo Lola.
-Manos a la obra, -concluyó Manolo.
Se distribuyeron por toda la alcoholera y fueron llevando objetos distintos, algunos inservibles y otros que ellos mismos no sabían ni lo que eran.
Encontraron candiles, palas, calderos, cubos, mangueras, albarcas, hoces, horcas...
carretilla


albarcas


hoces y hachas


rastrillos y horcas


tinos


clavos




fuelle,criba, cuerno para sal


caldera




candil






cubo

Solo les quedó por inspeccionar una supuesta habitación al lado de la gran chimenea que estaba cerrada por una puerta de hierro, una cadena bastante gorda y un candado tan antiguo y fuerte que ni la maña de Manolo, metiendo alambres para que saltase el pestillo como había visto en las películas, ni la fuerza de Pablo, golpeándolo con un mazo de hierro, lograron abrir. 
 No les dejó muy convencidos de que no pudieran entrar y también les quedó cierta incertidumbre de lo que  pudiera haber detrás de aquella puerta.
Lo dejaron, se fueron hacia la nave donde habían reunido todos aquellos trastos, se sentaron en unos taburetes de madera, sacaron Manolo y Pablo las merenderas y los trozos de pan que llevaban. Lola no llevaba nada. Abrieron las merenderas y sacaron de ellas unas tabletas de chocolate. Lola se rió casi hasta caerse de espalda.
-Qué pasa, -dijo Pablo.
-¿Tú crees que se puede traer en una merendera una onza de chocolate? –siguió con la risa Lola.
-¿Y tú que has traído, lista? – le repuso Pablo.
La chica, bajó la cabeza, la risa cambió en tristeza y dos lagrimones le cayeron por sus rosadas mejillas.
-Eres más tonto que un bote, ya le has hecho llorar, melón, que eres un melón, -se dirigió Manolo a su amigo bastante cabreado.
-Si era una broma, es que esta chica es muy sensible y no sabe aguantar una broma –contestó Pablo arrepentido.
Manolo repartió el pan y el chocolate entre los tres y empezaron a comer con ganas, sobre todo Lola que no había comido a medio día.
-Bueno y como le vamos a llamar al museo, -preguntó Manolo.
-Paloma, -respondió Lola.
-Ese nombre no es un nombre de un museo, - dijo Pablo.
-¿Por qué Paloma?, -preguntó Manola.
-Tenéis menos luces que un candil apagado, -voceo Lola.
- PA, de Pablo; LO, de Lola y MA de Manolo, -aclaró Lola.

Se levantó Manolo, cogió un trozo de papel y un tizón y se puso a pintar una paloma y después le escribió el rótulo “MUSEO PALOMA”.
A continuación se mancharon las manos y las colocaron sobre el papel quedando selladas las historias de los tres chavales.


CAPÍTULO 4. PABLO



Cuando Pablo llegó a su casa con la maltrecha “muda”, vio cómo su madre se estaba restregando los ojos con un pañuelo. Aunque quisiera disimular, Pablo no era un chico al que se le pudiera engañar, y por eso preguntó:

-¿Qué pasa, madre?

-Nada, no pasa nada –respondió Araceli.

-¡Sí, tiene que pasar algo, porque has estado llorando!

-Te digo que no me pasa nada y deja ya de preguntar y estudia un poco que llevas toda la tarde de gambiteo (juerga en lenguaje muy particular).

Pablo no quiso insistir más y se marchó para su cuarto. Al pasar por delante de la habitación de sus padres, la puerta entreabierta le permitió ver la figura de su padre tumbado sobre la cama con las botas puestas.

Sin decir nada, con un hormiguillo en el estómago que le hacía respirar más profundamente, abrió la puerta de su cuarto, se sentó sobre una silla baja, se colocó las manos sobre la cabeza, cerró los ojos y un túnel oscuro empezó a aparecer en la semiinconsciencia del momento.

Algo en su interior le decía que las cosas en casa se ponían oscuras y casi adivinaba por dónde venían los nubarrones.

Pablo había nacido en el pueblo, aunque su padre era de un pueblo de Jaén y su madre de Villahermosa (Ciudad Real). Agustín, así se llamaba el padre había vivido desde muy pequeño en una quintería ayudando a su padre con el ganado propiedad de un señorito andaluz.
Agustín y Araceli se conocieron en la recogida de la aceituna en uno de los años, cuando ya eran mozuelos, en que Araceli, como en años anteriores, había ido a la finca del señorito a recoger la aceituna junto con una cuadrilla de paisanos suyos. Allí se gustaron y cuando no habían cumplido los veinte, se casaron. Agustín hacía el trabajo de pastoreo junto a su padre y Araceli ayudaba a su suegra haciendo el queso de oveja.
Como el señorito no podía o, más bien, no quería pagarles, solo la subsistencia y el techo con vistas al cielo, decidieron marcharse.
Un día cogieron la maleta de cartón forrado de plástico, metieron las cuatro ropas y un hatillo con algo de comida, se despidieron de sus padres y se dirigieron a un pueblo de Ciudad Real donde le habían contado los paisanos de Araceli que había una fábrica de terrazos en la que se podía trabajar y sacar unos buenos dineros.
A los dos días de llegar al pueblo, le dieron trabajo en la fábrica de terrazos haciendo baldosas para las aceras. Trabajaba diez o doce horas para conseguir un salario que solo les llegaba a pagar el alquiler de la pequeña que consiguieron en el barrio de la Abisinia y a poder ir comiendo.
Allí nació Pablo, año y medio después. Nació pelirrojo, no color zanahoria como algún listillo del cole le quiso encasquetar de apodo y por ello se llevó un buen mamporro, era más bien color teja, fuerte y con el paso de los años agraciado, dicharachero, espabilado y un tanto pícaro. Aspecto y carácter que le ayudaban sus graciosas pecas.
Vivió alegre, contento y trabajador ayudando a su madre con las dos cabras que habían comprado pequeñas y que después él era el encargado de ordeñar y su madre de hacer de vez en cuando algún queso con la leche sobrante del uso diario. Acompañaban a las cabras, dos gatos que mantenían a raya a los ratones, tres parejas de conejos que se multiplicaban como conejos y unas cuantas palomas, gallos y gallinas, además de un cerdo que engordaban para San Martín hacer una matanza con la que poder ir comiendo durante el año.
Los libros no eran lo suyo, dominaba mejor las cuentas que la ortografía, pero su capacidad de escuchar y aprender lo que decían los mayores, compensaba la falta y ganas de lectura, cuando le dejaba algún libro su amigo Manolo.
Aquella noche, su padre no se sentó a la mesa. Su madre le puso un plato de judías con chorizo que sacó de un puchero de porcelana roja y un trozo de pan de pueblo.
-¿Es que no vais a cenar vosotros? –preguntó Pablo.
-Tu padre tiene sueño y yo no tengo gana –contestó la madre.
-Pues, yo tampoco tengo gana y no cenaré nada mientras no me digas lo que pasa. –replicó con cierta fiereza y rotundez Pablo.
-A tu padre lo han despedido.
Los dos callaron, Pablo tomó cuatro cucharadas de judías, retiró el plato, cogió el gato blanco con pintas marrones, se fue a su habitación y se acostó.

La madre, recogió la mesa, barrió la cocina que hacía funciones de salón y cocina. Se sentó en una silla con las manos encima de su tripa, calmando los nervios de lo que llevaba dentro y lloró en silencio.


CAPÍTULO 5. UN SÁBADO DE SORPRESAS.



El sábado nació cargado de sorpresas. El otoño iba amontonando hojas de los árboles sobre los rincones de los patios. Las nubes no dejaban salir, a sus anchas,  un sol cada vez con menos fuerza.

Manolo estaba inquieto, nervioso como el día. Esperaba con ansia la tarde para reunirse con sus compañeros pero su carácter intuitivo le decía que aquel sábado podría ser distinto a muchos de los anteriores que había vivido. Por eso estaba nervioso, entraba y salía de las habitaciones al patio, del patio a la cocina, de la cocina al patio, del patio a la calle y de la calle al patio.

Dominó su nerviosismo concentrando su atención en “Bea”. El sillín estaba de pena. Sus pantalones no tenían tela para más sietes, ni su madre paciencia para remendarlos. Cogió un trozo de piel de cabrito que su padre tenía guardado para tapizar el collerón de la burra, lo ajustó al sillín de la bici y recortó lo sobrante con unas tijeras.

Piel de cabrito con la que Manolo forró el sillín.
Buscó la aguja de guarnicionero, el hilo de bramante y fue cosiendo los dos extremos de la piel, ajustándolo al mismo tiempo a los herrajes del sillín.

Cuando terminó su madre le estaba llamando para comer. Su meticuloso y laborioso trabajo le había llevado toda la mañana, pero había merecido la pena.

Aquello era un sillín de diseño, un jaspeado en tonos blanco y negro que para sí lo quisieran las sillas de montar de los caballos de Rafael Peralta, famoso rejoneador del momento.


Sobre las tres de la tarde, Manolo ya estaba preparado para salir hacia el chimeneón. Sus padres estaban de siesta y era el momento para que no oyeran su salida tempranera.
Montó la “Bea” y pedaleó con fuerza. La piel del nuevo sillín le hacía cosquillas en el culo.
Cuando llegó al chimeneón, no había nadie. Esperó, hasta casi desesperarse, en la entrada de la alcoholera; porque allí no llegaba nadie. Cogió su navaja, peló un sarmiento y se lo colocó en la boca a modo de cigarrillo. Aquello le hacía muy mayor y calmaba la ansiedad de la espera.
Sobre las cuatro apareció Lola con una bolsa en la mano, pantalones vaqueros ceñiditos, parecía que se los había quitado a su hermano menor, pero que le agraciaban su figura femenina.

-Ya estoy harto de esperar- dijo Manolo, un tanto enfadado.
-No te pongas así. He tenido que dar de comer a mis hermanos, fregar los cacharros y esperar a que mi padre le venciera el sueño- respondió Lola.
-¿Y a este “pasmao”, que le habrá pasado?- indicó Manolo por la tardanza de Pablo.
-Vamos a entrar y no esperamos más. Cuando venga que nos busque si quiere.
Fueron directos al museo “la Paloma”, todo parecía que estaba como lo habían dejado el último día. 
Manolo sacó de su bolsa un libro forrado con papel del periódico que debido a la calidad del papel y al tiempo y uso estaba amarillento. Le quitó el forro y se podía observar a un niño rubio con pantalones cortos y zapatos esmeradamente limpios, leyendo un libro y sentado sobre otro libro como si la cultura pudiera entrar por todos los poros de su cuerpo.
-Qué cuenta el libro –preguntó Lola.
-Un poco de todo – respondió Manolo. –Lengua, Religión, cuentas, problemas, historia… Un batiburrillo que tienes que aprenderte de memoria. El maestro dice que D. Antonio, el que ha escrito el libro es un maestro muy ordenado y dice que “solo se sabe lo que se recuerda”. Yo, no se muy bien lo que quiere decir con ésto, pero si sé que lo tuvimos que aprender de memoria, lo mismo que el tercer grado que es el que estoy dando ahora. Lo que más me gusta de mi nuevo libro es la portada,  porque hay una chica sentada junto a un chico mirando un velero que parte al mar. -Aunque a la chica no se le ve muy bien la cara me parece que no es tan guapa como tú-.
Lola empezó a ponerse roja por momentos.
-Deja de decir tonterias y cuéntame que haceis en la escuela –intentó disimular Lola su nerviosismo con la pregunta.
-Primero un dictado del Quijote, que es un mamotreto de libro. No puedes sacar ninguna falta de ortografía porque todas las que cometas te la hacen repetir veinte veces y eso fastidia. Luego te ponen cuentas en la pizarra: multiplicaciones y divisiones por un montón de cifras que con una cuenta llenas casi una carilla. Después sales a decir la lección y si no sabes alguna pregunta pasas al último de la fila. Los cinco últimos que se quedan en la fila, cobran.
-¿Qué cobran? –preguntó Lola.
- Dos palmetazos, uno en cada mano.
-Y seguís yendo a la escuela –replicó Lola.
- El maestro dice, que las letras con palos entran. Aunque contesten los cinco últimos, también cobran. Mi amigo Agapito se que jó el otro día al maestro y se llevó cuatro palmetazos para casa.
- Tu también cobras –dijo Lola.
-Yo intento no bajar de los diez primeros de la fila, aunque el otro día me llevé un par de “capones” por tirar con la pluma un tintero y todavía me duelen los chichones que me hizo.
-Y no se lo dijiste a tu padre –volvió a preguntar Lola.
-Pues no, porque a lo mejor me llevo otros dos – contestó Manolo.
-Entonces, creo que aunque me dejase mi padre, que va  a ser que no, no voy a ir a la escuela –afirmó convencida Lola.
-Tampoco es eso, el maestro nos castiga desde el cariño, pero como somos tantos y damos tanta guerra pues nos tiene que castigar. Quitando esos momentos, la mayor parte del tiempo lo pasamos bien. –Bueno, vamos a dejar de hablar de la escuela y enséñame lo que has traido tú.
-Una caja de música –dijo Lola.
-¿Una caja de música? –vaya tontería. ¿Y para que vale eso? –preguntó Manolo.
-Para escuchar música, "so melón". -Mucho estudiar enciclopédias y no sabes qué es una caja de música –repuso enfadada Lola.
Sacó de la bolsa de plástico un saco de tela a cuadros y dentro estaba la caja.
Era una caja antigüa, pero bastante bien cuidada. Estaba decorada exteriormente con motivos florales. Lola abrió la caja y dentro de ella apareció una pequeña bailarina que parecía más grande por el espejo situado en la tapa y que reflejaba su esbelta figura. Toda la caja, por dentro, estaba forrada de terciopelo rosa.
-Me la regaló una señora de un pueblo de por aquí cerca, -empezó a contar Lola. -No tenía hijos y llamaba a mi madre de vez en cuando para que le hiciera limpieza en la casa. En una de las ocasiones en que acompañé a mi madre, me contó la historia de su vida. Estaba sola y no tenía a quien contarle nada. Después de escucharla varias tardes, fue a su dormitorio, sacó la caja, le dio cuerda, la abrió y las dos escuchamos en silencio aquella música que para ella parecía que le traia muchos recuerdos. Dos lagrimones le caían por sus mejillas.
-Cuando terminó la música, - siguió contando Lola,- sacó el "moquero" , se restregó las mejillas y me dijo: -Es para ti. -Cuando escuches esta música quiero que te acuerdes de mi y de la historia que te he contado.
-Cuando nos marchamos del pueblo, fui a despedirme de ella, le di dos besos y ella sin decir nada me apretó contra su pecho,  noté como su corazón latía muy lentamente, -terminó casi llorando Lola.
Cuando fueron a colocar la caja y el libro sobre la improvisada mesa del “museo” observaron algo que les dejó con la boca abierta.
Tres monedas doradas, grandes y de buen peso relucían sobre el conjunto de chatarra que habían colocado sobre la mesa.
En la cara de las monedas aparecía el perfil de un rostro de un niño con el pelo alborotado y alrededor se podía leer “ ALFONSO XIII POR LA G DE DIOS 1897” .En la cruz resaltaba un escudo dividido en varias parcelas donde se adivinaban un león boxeando, un castillo, unas barras poco definidas, una especie de cadenas entrecruzadas, tres flores centrales y una rosa en el extremo inferior. El escudo estaba coronado con una corona real y sujeto a dos columnas. Alrededor se podía leer “REY CONT: DE ESPAÑA  v 100 PESETAS”.
-¡Esto no creo que lo haya traído Pablo! - dijo Manolo que no había podido cerrar todavía la boca.
-Yo lo más que he llegado a ver han sido dos reales -pensó en alto Lola.
-¿Qué hacemos con ésto? -pregunto Manolo.
-Lo podemos guardar en la caja de música –insinuó Lola.
-Vale, lo guardamos en un lugar secreto y se las enseñamos a Pablo. Y ya veremos que hacemos. –De lo que hay aquí, ni una palabra a nadie -¿eh Lola?.
- Crees que soy tonta –repuso medio enfadada Lola.
Un trueno seco se oyó cercano, empezó a oscurecer y un estruendo de goterones empezó a golpear la uralita de la nave. Lola y Manolo se sentaron en un travesaño de madera que habían construido a forma de banco. A medida que arreciaba la lluvia y el ruido iba aumentado el miedo las iba acercando instintivamente.
Manolo cogió la caja de música, le dio cuerda y la bailarina empezó a girar acompasando el vals que sonaba entrecortado por el ruido de la lluvia y los truenos.
Los dos chicos se quedaron mirando uno al otro y en un momento Manolo se acercó a Lola y le dio un beso en la mejilla.
La bofetada sonó más fuerte que el último trueno.
-Tú estás tonto o que te pasa – se levantó como un rayo Lola y se marchó corriendo.
-¡Bueno, qué mosca le ha picado a ésta, por un beso de na y mira como se pone! –hablaba solo Manolo en aquel momento.
-¡Se va a poner como una sopa!.
El chico cogió la caja de música, la forró bien con papel, la metió en el saco de tela y después en bolsa de plástico y la escondió en un entrante que hacía la pared, colocando delante una piedra. Luego se sentó en el banco a ver si escampaba.
Oyó como unas cadenas se deslizaban sobre el hierro de alguna puerta y sin esperar a que terminara de llover, salió corriendo de la alcoholera montó a Bea y sin mirar atrás empezó a pedalear como “un descosio”. Cuando llegó a su casa iba empapado, sobre todo la entrepierna. El susto y el agua que había empapado la piel de cabrito del sillín, habían dejado los pantalones para tirarlos a la basura.

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