EL BAÚL



En recuerdo a la "abue" Teresa y a su madre Eufemia, de quienes heredamos su baúl. 
En él, iré metiendo o sacando reflexiones, pensamientos o recuerdos que solo ellas con su peculiar forma de decir y callar me enseñaron todas aquellas cosas que no estaban en los libros.



 Soy culpable. (Relato de ficción)

Roberto salió de la casa de la chica, un ático de la calle Huertas, subiéndose el cuello de la gabardina y colocándose las gafas de sol, aunque eran las nueve de la mañana y el día estaba nublado. Nervioso miró a uno y otro lado de la calle y se dirigió con paso largo al Congreso de los Diputados.
Formaba parte de la comisión de Igualdad y tenía por delante mejorar la norma en relación con la violencia de género. No hizo ninguna aportación, se limitó a estar ausente del debate. Perdido en su propia ansiedad, dejó a su compañera de partido sola en la defensa de la ponencia que habían elaborado dos días antes. Estaba deseando que acabase la reunión, era viernes y tendría el fin de semana para reflexionar en su pueblo natal de Castilla la Mancha.
Cogió su coche que tenía en un aparcamiento cercano al congreso, recorrió el itinerario acostumbrado por las calles de Madrid y salió a la carretera de Andalucía. Puso un CD de música relajante que había grabado de internet y recordó vagamente una frase que había leído en algún texto colocado al lado del vídeo musical: “Entonces un Ser se hizo evidente ante los ojos de quienes en ese momento ejecutaban quejidos de ira y sufrimiento”.
Perdió la consciencia real de la carretera y se dejó llevar por la música a los recuerdos más cercanos, como sumergido en un sopor agradable y ansioso al mismo tiempo.
A Tatiana Ivanova, para él Ana, la había conocido en el parque del retiro, una de aquellas tardes que salía a despejarse de varias horas de reuniones parlamentarias o de partido. Él, iba leyendo algún suceso de violencia de género que había producido gran conmoción  por su  repercusión mediática, en la que había sido parte importante un programa basura. Ella, distraída, como en otro mundo, un mundo del que no sabía como poder salir.
 El choque entre ambos hizo el resto.
Ella, mostró en su perdón  angustia, soledad,  indefensión, su intimidad insegura; no sólo pedía perdón, pedía ayuda. Él, en su disculpa ofrecía ayuda, cobijo, ternura, seguridad; no sólo se disculpaba, se ofrecía.
Del parque al ático de ella, un silencio de sentimientos compartidos, unas miradas llenas de complicidad, de necesidades insatisfechas, de deseo.
De la puerta del ático hacia la cama fue el espacio que necesitaban para unir con desesperación sentimientos y miradas.
En la cama, la complicidad, la necesidad satisfecha, el deseo hecho realidad, el paraíso donde  cada uno, a su manera, querían perderse.
Así se había repetido el encuentro en las últimas semanas.
Cuando se dio cuenta tuvo que dar un volantazo para incorporarse a la carretera de los viñedos. El sopor y la ilusión de estar reviviendo una tarde más con Ana le hicieron perder la noción del tiempo y del espacio.
En veinte minutos estaba en su pueblo, delante de la puerta de su garaje. Su mujer y su hija de siete años le estaban esperando. Sus besos los sentía como besos de traición, los abrazos ensuciaban la armonía familiar que había mantenido hasta  pocas semanas antes.
Sin explicaciones, sin palabras, subió al cuarto de baño, se dio una ducha que le quemaba el alma, se tumbó en la cama y se quedó sumergido en el abismo de un sueño de pesadillas.
El sábado lo pasó  sonámbulo, parecía un fantasma que pasaba de una habitación a otra de la casa sin ningún motivo, sin ninguna necesidad. Las miradas de su mujer le acusaban, las sonrisas de su hija eran lanzas en su corazón. Trataba de esquivar unas y otras yendo y viniendo de allá hacia acá para no demostrar el nerviosismo, el desprecio y el sentido de culpabilidad.
El domingo salió temprano y se dirigió hacia la plaza del pueblo. No notó ni el olor a vendimia, ni el ruido de los tractores; sentía como su cuerpo era empujado de forma mecánica hacía el kiosco de Pedro. Cogió el diario acostumbrado y no supo si contestó a los  - buenos días D. Roberto-.
Se sentó en un banco y sin reparar en los titulares de portada, instintivamente abrió el periódico por la página de sucesos; en la tercera página y al final de la segunda columna, escondida como en una pequeña tumba,  encontró la noticia que nunca hubiese deseado.
Sin título “Ayer, fue encontrada una mujer muerta, al parecer, de nacionalidad rusa; identificada con las iniciales T. I. en su casa, un ático de la calle Huertas de Madrid. La mujer presentaba, según los primeros datos de la policía, evidentes señales de violencia en todo su cuerpo. Puestos en contacto con el servicio de información de la policía sólo hemos podido recabar que se está sobre los pasos de un hombre que podría ser su pareja sentimental”.
Se quedó  pegado al banco, los ojos fijos en las iniciales T. I., las piernas entumecidas, la cabeza congestionada, el corazón roto. No supo cuando se puso en pié  ni cuando Pedro le ayudó a levantarse del suelo, ni el tiempo que había estado andando por aquel camino que tiempo atrás tantas veces había recorrido con su padre.  Tubo conciencia de la realidad cuando los rayos del sol, sorteando las ramas medio desnudas del almendro centenario, herían sus ojos.
Volvió sobre sus pasos, llegó a su casa, su mujer esperaba impaciente con la mesa puesta, no comió, subió a la habitación, llenó su pequeña maleta  con lo primero que encontró en el armario, dio un beso a su mujer y a su hija y sin más explicaciones que –es urgente que regrese a Madrid-, subió al coche y se puso en carretera.
Ya en el piso alquilado por el partido a la espalda del congreso, como león enjaulado pasaban las horas tan deprisa, cuando sus intenciones eran las de rendir cuentas y desvelar lo que le oprimía, como despacio cuando su cabeza le decía lo contrario.
Por fin, sobre las cuatro de la madrugada, se puso la gabardina, bajo a la calle y se dirigió a casa de Tatiana. Entró en el portal utilizando un juego de llaves que Tatiana le había proporcionado en su tercer encuentro. Sigilosamente subió las escaleras, el bloque estaba dormido, llegó hasta la puerta del ático que estaba precintado por la policía con cinta judicial, su enfundó los guantes y despegó la parte de cinta que cruzaba la puerta con el marco, abrió la puerta, la cerró por dentro y se dirigió al dormitorio. La luz lunar que entraba por la ventana medio abierta de la azotea dejó atisbar los rastros que había dejado el cuerpo de Tatiana. Se fijó en la única silla que había en el dormitorio, palpó por debajo del asiento, estiró de la grabadora que seguía allí sujeta por la cinta de celo y se la metió en el bolsillo. Echó una última mirada de nostalgia y desconsuelo a la cama revuelta y enrojecida y salió de la casa con la misma precaución que había entrado.
Ya en la calle, anduvo sin rumbo por las callejuelas del barrio. Sólo oía su corazón como golpeaba sus costillas, sólo quería alejarse del lugar. La sirena del coche de policía le puso más nervioso pero solo duró unos segundos,  se fue apagando en el espacio y en el tiempo.
En una de las plazoletas de Tirso de Molina,  buscó el banco más escondido y menos iluminado, se sentó, sacó la grabadora, rebobinó, le dio al play, se la puso en el oído y pudo escuchar todo lo que sucedió aquel sábado nefasto.
Ya casi al final de la cinta sólo pudo escuchar los espasmos y quejidos cada vez más cadenciosos de Tatiana y por fin el silencio, salpicado por el canto del reclamo maternal de los pequeños gorriones en el quicio de la ventana.
Rebobinó hasta el momento del suspiro de la muerte, puso en marcha la grabadora y pegándosela a los labios susurró:
-Me llamo Roberto Castillejos y soy diputado… Yo conocí a Tatiana… Sabia de su sufrimiento y no hice nada… Besé sus moratones y no hice nada… Restañé sus heridas con mis labios y no hice nada… Soy culpable.-
Las lágrimas recorrían sus mejillas y el nudo en su estómago le hizo vomitar.
Con furia y cobardía lanzó la grabadora sobre el suelo y la pisoteo hasta dejarla hecha pedazos que fue recogiendo uno a uno. Eran los quejidos de Tatiana salpicados con sus lágrimas. Abrió el contenedor de basura y los tiró, con amargura, dentro. Cerró la tapa y se marchó a su piso.
Al día siguiente se dirigió al congreso y presentó al representante de su grupo parlamentario su dimisión irrevocable como diputado aduciendo problemas familiares incompatibles con el desempeño de su cargo, más tarde entregó a su compañera de partido el dossier sobre la ponencia en la que habían estado trabajando las semanas anteriores.
En la última hoja del dossier se podía leer, escrito a lápiz y de forma borrosa, como si el texto hubiese sido salpicado de gotas de agua por haberse lavado las manos o por haber llorado encima de él…
 “Yo también soy culpable”.

Eugenio Carrasco Mena, 19 de Octubre de 2008



UN PERRO ENFADADO.

Cada alumno deberá disponer de un máximo de 25 metros de papel higiénico al mes 

La Generalitat limita el uso del papel higiénico en las escuelas 

Desde el Consorcio de Educación niegan que se trate de una medida de recorte del gasto y alegan que esta solución se enmarca dentro de las acciones para fomentar el uso responsable del papel.


Desde aquí les aportamos dos ocurrencias más:

1. Limitar el uso del agua programando el uso de la cadena por cada 25 decímetros cúbicos de carga real del inodoro. Esta medida que no sería un recorte del gasto y que posiblemente tenga efectos colaterales imperceptible en no más  de las 10 o 15 aulas de la planta, se enmarca dentro del uso responsable del agua. 

2. Limitar la respiración del alumnado entre 10 y 12 veces por minuto.
Esta medida que ahorra en oxígeno, del que tanto estamos necesitados, fomenta además que los alumn@s puedan pensar más y criticar nuestras ocurrencias. Según los expertos de la "cosa", meditando, durmiendo o trabajando "el no pensar" disminuye el ritmo respiratorio.

¡¡VIVAN LOS RECORTES!!... y mientras tanto, un poco de karaoke que ya va llegando la Navidad

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